El vino es una reminiscencia de la fermentación. Por mucho que clarifiquemos, estabilicemos y afinemos la crianza, sus moléculas nos hablarán de la acción de las levaduras. Probablemente, el enólogo sea el profesional que mejor conozca el carácter de estos eucariotas unicelulares llamados levaduras, al haber compartido tanta historia con ellos. A pesar de ello, el nombre científico del microorganismo es Saccharomyces cerevisiae, en versión libre: «el hongo que come azúcar de la cerveza». Una clara demostración de que la competencia del enólogo en cuestiones de levaduras nunca ha tenido un reconocimiento general. La microbiología nació con Pasteur y sus afecciones enológicas, que le llevaron a buscar al responsable de aquellos «hervores» aparentemente espontáneos. Pero ni de esta manera el vino pudo quedar asociado de palabra y concepto a las levaduras. Cuando se empezó a secuenciar el genoma de Saccharomyces, como un ensayo imprescindible para obtener el genoma humano, la comunidad enológica apenas conoció la noticia por los medios de comunicación. A sus tradicionales «criadores» sólo les queda hurgar entre los mapas de su metabolismo (www.yeastgenome.org) y maravillarse viendo cómo aquellas aptitudes tecnológicas tan conocidas y preciadas tienen ahora traducción genética.
En cambio, la fermentación maloláctica siempre ha representado un problema para la enología. Puede que porque no es exactamente una fermentación, puede que ni tampoco estrictamente maloláctica. Es cierto que no habría grandes vinos tintos sin la intervención de estos procariotas que denominamos bacterias lácticas, pero son tremendamente rebeldes y escurridizos, y en su intervención siempre hay lugar para la sorpresa y el sobresalto. El enólogo vigila con sigilo y con mano férrea bioquímica a estos caprichosos microorganismos. Esta vez, los esfuerzos no han dado margen a la frustración etimológica. Después de algunas dudas taxonómicas, la comunidad científica internacional aceptó que nuestro microorganismo sería nombrado Oenoccocus oeni, una redundancia que, a pesar de su carácter cacofónico, no da margen a la duda: se trata de territorio enológico.
Podemos gozar del genoma de Oenoccocus gracias a los esfuerzos secuenciadores del JGI, el Joint Genome Institut, un consorcio que depende del Departamento de Energía de Estados Unidos y del Laboratorio Nacional de Los Álamos. Éste nos ha dedicado ingentes esfuerzos a secuenciar el genoma de diversos microorganismos (http://spider.jgi-psf.org/JGI_microbial/html/), entre los cuales destaca nuestro Oenoccocus. En este recurso se puede consultar su genoma, pero el Oak Ridge Laboratory ha hecho de él una aplicación que seguramente deleitará a los enólogos con más tirada científica. Se trata de un esquema completo del metabolismo microbiano, con ampliaciones facultativas por zonas mediante un simple clic de ratón, hasta llegar a la identificación de cada una de las funciones. Se puede consultar en http://genome.ornl.gov/microbial/ooen/ y comprobar los engranajes de la máquina que a menudo nos quita el sueño. Ha llegado la hora de que los enólogos se sientan orgullosos del reconocimiento que representa la palabra con que se define este microorganismo, que tan experto se muestra al degradar biológicamente la acidez del vino fermentado (o en fermentación).
Y no es un reconocimiento casual; se puede comprobar cómo, a diferencia del caso Saccharomyces, hay enólogos (en el sentido académico de la palabra) que han participado en la secuenciación de su genoma. Concretamente, el codirector del proyecto es David Mills, profesor de Microbiología del Departamento de Viticultura y Enología de la Universidad de Davis.
En esta página, él nos habla de los secretos de la bodega por donde se pasea un microbio que mejora la calidad organoléptica del vino. Y li hace mediante un lenguaje que nos es próximo y conocido, con una pasión y dedicación que todos agradecemos. Por primera vez, los genes y la palabra nos hablan propiamente de enología.