La Comisión Europea se enfrenta a la reforma del sector vitivinícola con una valentía nominal que dignifica la causa: se denomina «reforma profunda» a la OCM, y se marcan como objetivos los siguientes: «incrementar la competitividad de los productores europeos», «reforzar la fama de los vinos europeos», «recuperar cuotas de mercado, «equilibrar la oferta y la demanda», «simplificar las normas» «preservar las mejores tradiciones europeas en materia de elaboración» y «reforzar el tejido social y medioambiental».*
Nadie duda de la necesidad de la medida, ante un mercado global todavía en clara expansión, en el que la competencia ha aumentado de forma sustancial y la competitividad se ha vuelto un factor de mercado estimulante.
Los objetivos expuestos por la Comisión son de segura eficacia, ya que se han aplicado históricamente en otros sectores, cuando las crisis correspondientes han obligado a tomar medidas. En los sectores industrializados, la receta suele tener un coste social inmediato, generalmente importante, con despidos y reajustes de plantillas que generan bolsas de paro en el continente, pero también hay contrapartidas adicionales que, a medio plazo, reportan mejoras globales: reconversiones tecnológicas, inversiones en investigación y desarrollo de nuevos productos que, por lo general, aportan valores añadidos más elevados y generan mano de obra más especializada y, por tanto, mejor remunerada.
En definitiva, tras la crisis, el sector y la sociedad, en general, dan un paso adelante. No es el caso de la reforma del sector vitivinícola, en lo que no parece ser el camino a emprender por la Comisión. Si nos adentramos en el comunicado al Consejo y al Parlamento nos damos cuenta que las herramientas e instrumentos que propone son más bien drásticos y poco evolutivos: arrancar, suprimir, regular. Se pretende actuar sobre la materia en origen, suprimiéndola, y sobre el packaging, liberalizándolo, así como se promete actuar sobre el mercado, pero sin compromisos concretos. Ni una palabra de inversiones en investigación, nada de innovación sobre el producto, a excepción de la autorización de algunas innovaciones técnicas que ya funcionan en otras zonas que nos hacen la competencia y que se han fundamentado, por cierto, con sólidas políticas de investigación.
La lectura del comunicado deja un ineludible regusto a derrota. La conclusión es que el desfallecimiento nos ha ganado. Tan sólo nos queda arrancar e indemnizar. Se podría añadir sin margen de error: «Y ya se encontrarán cultivos alternativos». La Comisión nos quiere demostrar que con el viñedo sólo se pueden hacer dos cosas: o el vino de siempre o arrancarlo. El sector, los enólogos, querríamos esfuerzos e inversiones en la investigación de nuevas tecnologías, nuevas aplicaciones, nuevos productos. No obstante, parece, una vez más, que deberán ser los australianos quienes los busquen cuando sus propios excedentes les obliguen a ello.
Lo que resulta más preocupante es que se reconozca que no vale la pena invertir en la mejora del proceso: en efecto, nosotros los europeos tenemos «las mejores tradiciones en materia de elaboración», con lo cual parece que tenemos la batalla ganada ante el insignificante puñado de millones de dólares que se gasta el Nuevo Mundo en I+D aplicada al proceso de elaboración.
Tampoco acabamos de entender por qué las soluciones que se postulan para el textil, la automoción u otros sectores, basadas en la I+D, no se pueden aplicar al sector vitivinícola. Se trata de una pregunta que quedará sin respuesta, y eso no es bueno para la credibilidad de la Comisión, pero el vino europeo no debería quedar sin solución (minimizarlo o suprimirlo no es la solución), lo que generará un alud de problemas a medio y largo plazo, económicos, sociales y medioambientales, que irán mucho más allá de la simple credibilidad de un ejecutivo continental. Y la sociedad europea dará un paso atrás.
* Puede consultarse el documento en: https://www.acenologia.com/docs/comunicado_OCM_CE_2006.pdf