La innovación es palabra clave en el entorno económico y social emergente. Innovar en el mundo del vino requiere cruzar una delgada línea entre la preservación de la tradición y la necesidad de renovación, tratando de adaptar el vino a la percepción de las nuevas generaciones. Hay profundas cuestiones culturales que pretenden preservar el vino en una supuesta situación primigenia, devolverlo permanentemente a una edad dorada, llena de armonía, que no ha podido constatarse que haya existido.
Es tentador pensar que la naturaleza guarda secretos insondables sobre la transmutación de la vid en vino, que el hombre puede invocar cultivando la tierra. Cultivar, sin embargo, es intrínsecamente un rito y, por tanto, cultura. Nada hay más ajeno a la naturaleza que los rituales humanos, abocados necesariamente a generar algún tipo de tecnología.
Un hacha, por muy paleolítica que sea, es un arma para extraer beneficio de la naturaleza. Un arado, por muy sumerio que sea, es un instrumento que ignora la armonía del suelo. La tierra no necesita ser arada y mucho menos abonada para realizar su ciclo natural.
Olvidamos que cultura y cultivo son palabras que comparten concepto y, si queremos profundizar en la innovación del vino, hay que sumergirse en el mundo de las palabras, de sus significados, de la antropología y de las corrientes sociales tanto como en la investigación científica y las oportunidades de su transferencia en forma de tecnología. ¿Por qué tanta complicación? Porque el vino es un artificio ajeno a la naturaleza: un producto cultural. Tal vez el producto cultural por antonomasia: ni la tierra, ni la Tierra lo necesitan en absoluto. Ha sido hecho por y para los seres humanos.
Nos hemos pasado milenios vertiendo tecnología en la vitivinificación, es decir, innovando. ¿Ha llegado la hora de disminuir el ritmo innovador?, ¿de abandonar el proceso a su suerte? O, por el contrario, hay que dar un paso más hacia el vino del siglo XXI, el siglo del conocimiento, las nuevas tecnologías, la globalización.
Revisar los efectos de la intervención humana en la elaboración del vino es una tarea demasiado ambiciosa para abarcarla con un solo número de la Revista. Pero la emprendemos ahora, con una primera aportación, y el propósito de persistir en ella. El futuro de la enología, y de los enólogos, bien lo vale.