Los griegos, pasando inicialmente por Italia y el sur de Francia (Massalia) trajeron la vid y el vino a las costas de Emporion y posiblemente hasta el golfo de Valencia. El proceso de romanización, a partir del siglo II a.C., significó la incorporación definitiva de las comarcas litorales al cultivo y la cultura del vino. La abundante información arqueológica recogida hasta el momento, tanto en tierra como en el fondo del mar, demuestra que la actividad vinícola y el culto al Liber Pater estuvieron muy extendidas por todo el litoral mediterráneo de la Península Ibérica, especialmente en la región de Tarraco y sus alrededores, en la zona de Saguntum y en la de Dianion (actual Denia). Es un hecho históricamente admitido que la producción y exportación de vinos valencianos tuvo su inicio en la Roma Imperial. Los viñedos presumiblemente se encontraban en las zonas de influencia del Imperio, Sagunto y sus alrededores, Lauro entre el río Palancia y el Turia, la Vall d’Albaida, Denia, etc. Posteriormente, en el período musulmán, se conjugan la prohibición y la permisividad de modo que la islamización de las tierras desde comienzos del siglo VIII no supuso la desaparición del viñedo. Con la nueva cristianización (siglo X a XIII) el vino recobra protagonismo. En el Llibre del Repartiment consta que en cada una de las donaciones de tierra efectuadas por Jaime I a los cristianos apareciera la viña, lo cual pone de manifiesto que éste era un cultivo importante para la población islámica, su fruto servía tanto para elaborar vino como para comer como fruta fresca o bien consumido como pasas con mayor perdurabilidad. En la Baja Edad Media la regulación del comercio del vino permitió la importación de vinos al estilo griego, dulzones, de alta graduación, espesos y de gusto «amoscatado» de lo cual se encuentran referencias laudatorias en la literatura valenciana de la época, es el vino de los héroes de Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, «la malvasía», mencionado como malvesía en el Llibre de les dones de Jaume Roig. A mediados del siglo XIV fue habitual la exportación de estos caldos desde Salou, Benicarló y Sagunto a otros puertos.
En la segunda mitad del siglo XV, el puerto de Alicante recibía cada año la visita de la flota de Flandes para cargar el famoso fondelllol, el vino más cotizado de la época. La formación del imperio colonial español durante el siglo XVI, con el consiguiente desarrollo de la marina de guerra y mercante, y la caída definitiva del Mediterráneo oriental en manos de los turcos supuso una transferencia del negocio del vino hacia Occidente.
En épocas pretéritas, los vinos elaborados en el Antiguo Reino: Castellón, Valencia, Alicante y Murcia fueron apreciados por su calidad destacando los rancios, generosos, de larga crianza y elevada graduación entre los que se encuentran los procedentes de Portacoeli (vino cartujano), Carlon (abreviatura de Benicarló) referente al punto geográfico de exportación del llamado vino nuevo en especial a mediados del siglo XVIII. Los de Morvedre de amplia historia, nombrados ya en el siglo II a.C. y el fondillón, el más internacional de los rancios levantinos, elaborado en poblaciones como Villena, Denia, Pinoso o Monovar, es por antonomasia el vino rancio de Alicante. Procede de las mejores cepas de monastrell y está tratado con el esmero y cuidado que requiere un vino generoso. Durante largos años reposa en viejos toneles de roble para su crianza.
Este vino rancio tiene su origen en los desaparecidos viñedos de la huerta de Alicante, partidas de Fabraquer, la Condomina, Orgegia, etc. de cuyas tierras arenosas cálidas y atemperadas y de él se habló y elogió en la corte de Felipe II con motivo de la llegada a Alicante de una embajada japonesa: «el vino dulce añejo de la huerta de Alicante, la fama de que goza es tanta que en probándolo han pronunciado los señores príncipes: ¡Pero si este es el famosísimo vino de Alicante!». En el exquisito refinamiento de la mesa real francesa de Luis XIV no faltó el vino fondillón, el monarca lo tomó acompañado de galletas, como único alimento en los últimos días de su vida.
En la segunda mitad del siglo XIX, el sector vitivinícola, se vio sacudido por varios sucesos, la demanda de vino creció como nunca debido al proceso de industrialización y aparecieron enfermedades nuevas importadas de América (oídio, filoxera y mildiu), que causaron grandes estragos en los viñedos europeos. La destrucción del viñedo francés por la plaga filoxérica a partir de 1868 propició la demanda masiva de vinos de otros lugares. En Valencia el viñedo se extendió a 260 000 hectáreas. Los puertos de Valencia y Alicante llegaron a monopolizar más del 40% de las exportaciones de vino de España. Sufrida también aquí la filoxera (1878-1912), y aunque en principio se recuperaron más de dos tercios de los viñedos valencianos, la viticultura se fue haciendo cada vez más selectiva y se refugió en comarcas interiores, pronto surgieron nuevas especialidades, en la producción de vinos dulces y generosos, y en Valencia se potenciaron las mistelas de moscatel.
Monastrell y moscatel son las uvas de las que proceden estos productos típicos de nuestra cultura, genuinos y tradicionales que vuelven a situarse en la cabeza de los mercados más exigentes, el fondillón y el vino de moscatel.
Fondillón
Para su elaboración se seleccionan las mejores uvas de la cepa monastrell. Uvas muy azucaradas que superan los 16º Baumé llegando incluso a 18º o más, estas uvas se asoleaban sobre cañizos en el «safareig» al menos durante un par de días para elevar su concentración con ello se consigue su característico color y maravilloso olor a fruta sin asperezas ni astringencias. Otras veces las cepas se vendimian muy tarde de modo que las uvas se solean en las mismas cepas no en cañizos y el mosto se deja fermentar con toda su casca en toneles de roble durante un mes para luego trasegarlo a las pipas de crianza donde descansarán unos ocho o diez años. Al finalizar la fermentación y por el exceso de azúcar quedan ligeramente dulces, o sencillamente abocados, muy fragantes y limpios. Pasado un largo período de maduración en el que parte de la materia sólida colorante se precipita formando un «fondo», de ahí su nombre, y seleccionados aquellos que proceden de buenas cosechas comienza un proceso de envejecimiento de al menos ocho años como mínimo antes de salir al mercado, los viejos toneles «monoveros» de roble que han sido previamente sangrados irán recibiendo escalonadamente hasta llenarlos o rehenchirlos los vinos casi añejos de otros toneles y estos a su vez se rellenaran con otros vinos ya maduros para conseguir en un proceso de riguroso orden la calidad, las características propias e inherentes a este vino.
La crianza dura entre 18 y 20 años. Algunos años muy contados de cosecha de excepcional calidad, los vinos envejecen solos sin mezclarlos y pueden llevarse directamente a los toneles con solera, con auténtico fondillón. Podemos destacar que el color evoluciona con los años desde el rojo vivo rubí de su nacimiento hasta el ámbar de su madurez, suave y equilibrado en boca con aroma sutil de uva madura. Balsámico, regio, curandero, aliado, solidario y acogedor. Ha sido leyenda, mito, novela, historia y realidad.
Además de la cuidada elaboración, son requisitos imprescindibles para conseguir estos caldos, únicos en el mundo, la bonanza del clima, la madera de los excelentes toneles monoveros y la uva monastrell.
El fondillón tiene una larga historia y era ya famoso en el Renacimiento, acompañó a Magallanes y a Elcano en su vuelta al mundo y fue el último reconstituyente que los médicos recomendaron al Rey Luis XIV de Francia. Fue el primer vino que tuvo nombre propio, y se puede decir que nació de la casualidad que propició el régimen especial de arrendamiento de las tierras, la austeridad del campesino y la paciencia.
Durante mucho tiempo se practicó la costumbre tradicional de cesión de tierras en el régimen especial de enfiteusis, que consistía en que mientras quedaran vides en producción de las que se plantaron en su día, la explotación de los terrenos seguía siendo derecho del arrendatario. Como consecuencia de este peculiar sistema, resultaba que con el transcurso de los años las plantas se iban extinguiendo y agotando. Las viñas quedaban diezmadas, pero el viñador llevado por su condición de austeridad seguía cultivando y recolectando con el fin de no perder sus derechos. La recogida de estas diezmadas cosechas no se hacía durante la vendimia, sino que se llevaba a cabo en plan familiar, cuando ya se habían despedido a los vendimiadores. Los propios arrendatarios de la viña cortaban aquellas escasas uvas, casi pasas, que habían alcanzado su sazón en la misma cepa. La estrujaban en el lagar, y aquel mosto denso se ponía a fermentar en los toneles más viejos de las bodegas. La fermentación era muy lenta y la transformación del mosto en vino se retrasaba tanto que, en muchas ocasiones no se podía apreciar hasta la primavera. El resultado era un vino con una alta graduación alcohólica que guardado en los viejos toneles monoveros daba como resultado el fondillón.
Actualmente para su elaboración, se parte de una uva muy madura, casi pasificada a la que posteriormente se le somete a un asoleado breve sobre unas esteras de esparto llamadas en la zona «safareig» (en Málaga les llaman «zafarich» y en Montilla y Jerez, «estores», «redores» o «valeos»). Aunque algunas bodegas no asolean las uvas, o niegan que las asolean. Una vez pasificados los granos, alcanzan cerca de los 20º alcohólicos probables a veces más. Lamentablemente el fondillón es un vino casi desconocido en su propia tierra, generalmente no es muy dulce y además el excesivo envejecimiento oxidativo al que es sometido en grandes toneles de roble alicantino, le resta carácter y tipicidad a la variedad monastrell. El vino, en sus características organolépticas básicas, se asemeja a los vinos rancios de Oporto, como los tawnys viejos, madeiras, marsalas o a los longevos palos cortados, olorosos y amontillados de Andalucía.
El vino de moscatel, la dulce tentación
Vino noble, patrimonial, generalmente unido a fiesta y celebración posee una serie de connotaciones que le obligan a una expresión propia, es por ello que el vino elaborado con moscatel debe desvelar o al menos apuntar una imagen genuina, merece una presentación adecuada haciendo corresponder la información aportada con el tipo de vino. El desarrollo de la tecnología ha proporcionado elementos técnicos adecuados que permiten poner en juego la potencialidad aromática, el equilibrio estructural y la diversificación de los productos.
Al respecto, una leyenda ha llegado hasta nosotros: «el moscatel muere de pena si no ve el mar», es leyenda pero también realidad. Con la influencia constante del Mediterráneo crece la uva moscatel romano o de Alejandría, variedad tradicional de la Comunidad Valenciana, su cultivo que se remonta a épocas pasadas en la actualidad se localiza en dos amplias subzonas (Moscatel de Valencia y Marina Alta de Alicante). La producción media por hectárea en las dos zonas más representativas, Godelleta (Valencia) y Xaló (La Marina Alta) es del orden de 6500 a 7000 kg con formación en vaso y de 8500 a 9000 en espaldera. Es una variedad, de maduración media, de múltiples usos: uva de mesa, pasificación, mistelas y vinificación. Da vinos de alta graduación con acidez total baja, muy aromáticos.
Los compuestos responsables de la calidad aromática son preferentemente los varietales que ya se encuentran en el racimo de uva, compuestos de estructura terpénica, en forma libre o glucosídica, tales como linalol y sus óxidos, geraniol, nerol, citronerol, a terpineol y los correspondientes glucósidos, derivados C13-norisoprenoides. Adquiere aromas prefermentativos consecuencia de las operaciones de vendimia, transporte, estrujado y acción de la lipoxigenasa (hexanol y sus derivados, ácidos grasos saturados como el linoleico y derivados). Finalmente, también incorpora aromas fermentativos y posfermentativos (alcoholes superiores isoamílicos, 2-feniletanol, isobutanol, propanol, acetato de isoamilo; ésteres etílicos: octanoato, propanoato y butanoato, lactato, succinato, malato, hidroxibutanoato, etc.).
Con esta uva sin par, se obtienen caldos de un bello color dorado, con reflejos cobrizos, un sabor inconfundible y una delicada fragancia. Entre ellos ocupa lugar destacado el Vino de Licor Moscatel (VLM), heredero directo de la mistela; de color amarillo dorado con reflejos verdosos. Para su elaboración se parte de uvas maduras o sobremaduras casi pasificadas, se obtiene el mosto al que se añade alcohol vínico antes de la fermentación, la variedad moscatel es la única utilizada en este proceso. El alcohol vínico debido a su carácter neutro no aporta aromas exógenos, la cantidad no debe superar el 10% del volumen original resultando no inferior a 15% v/v ni superar el 22% v/v. El vino de licor moscatel no debe dejarse envejecer, tiene tendencia a oxidarse fácilmente y se recomienda consumir con la fragancia propia de la variedad de donde procede. En todos los casos el uso racional del SO2 se impone.
Otras formas de elaborar el moscatel conducen a la obtención de vinos secos de moscatel muy aromáticos en los que finalizada la fermentación no posee restos de azúcares fermentables, el color, olor y sabor lo determinan el estado de madurez de la uva. Los vinos dulces que contienen 5 g/L de azúcares fermentescibles varietal moscatel o vino joven aromático.
También se encuentra la versión Vino Dulce Natural (VDN) vinos que contienen del orden de 250 g/L de azúcar y hasta unos 14 grados de alcohol para poder ser considerado como tal. Pueden elaborarse sin maceración, o con una maceración prefermentativa pelicular en frío de los hollejos que aporta intensos aromas varietales e incluso con maceración carbónica. Tras el desfangado los mostos se dejan fermentar, y mediante control térmico se permite preservar el frescor aromático de la materia prima hasta el final. Esta forma de llevar a cabo la fermentación es particularmente importante ya que de ella depende el equilibrio aromático resultante.
Buscando complejidad y aromas nuevos el moscatel se somete a envejecimiento en barrica de madera nueva para ensamblar notas especiadas suavemente tostadas procedentes de la madera con el sabor dulce sin empalagar, delicado y sabroso, con notas de miel y almendra La elegancia de los aromas varietales, arropados por la sutileza del roble. Todos ellos son vinos con larga tradición, nos hablan de historias y leyendas de los pueblos y están protegidos por las DO respectivas.
Otra alternativa reciente es el espumoso aromático obtenido por una primera y segunda fermentación alcohólica que al descorchar el engarce desprende CO2 procedente de la propia fermentación en envase cerrado; en él se conjugan la frescura, el aroma y la delicia de la burbuja con un buen equilibrio ácido.