En la pasada edición de Expoquimia en Barcelona (14-18 de noviembre de 2011), donde por primera vez los alimentos tuvieron una presencia significativa en este salón, se celebraron simposios, encuentros, reuniones y muestras en los que se puso de manifiesto una cierta tensión respecto de las propiedades funcionales y las interpretaciones culturales de los alimentos.
La obtención de alimentos funcionales es una corriente relativamente nueva que se fundamenta en la incorporación de moléculas que pueden prevenir, e incluso curar, determinadas dolencias, por lo que nos proporcionan bienestar. Incluir alimentos con virtudes terapéuticas en nuestra dieta no es una novedad, sino una costumbre que tiene miles de años. Probablemente, ya desde los inicios de la humanidad la distinción entre alimento y medicina ha sido difusa; lo que es nuevo es el interés que ha despertado este fenómeno en la industria alimentaria.
La tensión surge cuando se contrapone la importancia del perfil funcional y el sensorial en el diseño de un alimento o línea de alimentos. Hay que aceptar que hay una tendencia creciente que lo supedita todo a la promesa de salud, mientras que se refuerza (tal vez como compensación) la tendencia que apuesta por incrementar el atractivo sensorial de los alimentos, haciendo una correlación entre sensación y placer. Un placer que quiere transcender la simple promesa de salud. Basta decir que las grandes compañías suelen desarrollar ambas líneas en paralelo. Pero es una opción que no está al alcance de todos.
La carga cultural de los alimentos también es, y seguramente será, un apasionante tema de debate. En el 2º Simposio de Química Sensorial, celebrado en Expoquimia, se puso de manifiesto, tanto en las sesiones como en los encuentros paralelos organizados para los ponentes procedentes de varias culturas alimentarias, que en un mundo globalizado la oportunidad de introducir ciertos elementos de una cultura en el consumo de otra es un hito que supone avanzar en la superioridad económica. En el simposio mencionado, la percepción fue que Asia y, en menor medida, América se perfilaban como potencias culturalmente exportadoras frente a una Europa receptora, más perpleja que agresiva.
El mundo del vino, aun de un modo lateral, también estuvo presente en las discusiones de Expoquimia, y quedó patente su debilidad frente a las citadas tensiones. El mundo del vino ha jugado fuerte, tal vez peligrosamente, la carta de la funcionalidad sin que ello haya traído un cambio de tendencia en el consumo globalmente decreciente; no se aprecia en los países emergentes que se consuma más vino por sus cualidades funcionales. En el otro aspecto tensional, el cultural, el vino no se ha posicionado con claridad como fuente de placer, algo que sí han hecho sectores de la economía cultural como la gastronomía y el turismo.
Sin duda, el vino es un producto cultural o, como decía Joël Candau, uno de los antropólogos culturales más prestigiosos, en un artículo de 2009 publicado en nuestra revista, «el vino se está transformando en una bebida hipercultural, que se consume por un deseo igualmente cultural». Aprovechar, o mejor potenciar, esta especificidad con firmeza y sin complejos es, sin duda alguna, una de las mejores inversiones que podría hacer el sector vitivinícola actualmente. El inmenso capital sensorial del vino, su imagen de icono de la cultura europea y, por encima de todo, su capacidad para proporcionarnos placer deberían convertirlo en un producto de la cultura global, situándose a la cabeza de otros sectores exportadores de la Europa mediterránea.