Los ámbitos en los que se mueve nuestra sociedad están fuertemente antropizados, de manera que no hay prácticamente un rincón de mundo donde la mano tecnológica del ser humano no haya dejado su huella. Esto convierte nuestro entorno más cercano, más que en un paisaje, en un escenario que puede adquirir la forma de un viñedo emparrado, de una planta elaboradora o de una pequeña bodega.
Son escenarios en los que se desarrolla la rutina del enólogo (diaria o excepcional) y que, como tales, requieren cada vez más su actuación y gesticulación: no basta con ejecutar con capacidad y precisión las tareas profesionales. Es necesaria la escenificación, e incluso la verbalización, porque nuestro entorno está poblado de sensores, conexiones y redes que esperan nuestras palabras y gestos.
No se trata de divulgar desde el conocimiento. El enólogo ha de ir aplicando (y aprendiendo) a dar carácter narrativo y dramatúrgico a su realidad para contribuir a ordenar e imprimir significado a aquello que ejecuta, porque su público pide sentir y saber.
El auditorio de los profesionales del vino ya no está integrado solamente por los diversos profesionales y expertos con quienes comparte el proceso de elaboración; va más allá de los clientes y críticos ante quienes debe rendir cuentas de su tarea. Ahora hay muchos consumidores atentos, que esperan verle evolucionar, para aplaudirle o desaprobarle al catar su vino, así como para valorar su pericia narradora y escénica. Porque el vino, hoy por hoy, es una parte importante, pero ya no la totalidad de esa experiencia que empezamos a denominar enoturismo.