La enología no es una ciencia básica. Moviliza los recursos de diversas ciencias y tecnologías para sus fines, que no son producir una molécula, un fármaco, un alimento sino un producto, alimenticio, pero apreciado por sus cualidades sensoriales.
El perfil sensorial de ese producto es el resultado de la gestión por parte del enólogo de la elaboración, con la voluntad de que ese perfil sensorial refleje, además de su pericia y conocimiento, su personalidad y particular visión de la realidad. El resultado, que denominamos por consenso “vino”, es de la misma naturaleza que cualquier obra creada por un artista y expresada con un instrumento musical, un lienzo, un teclado (o pluma) o los fogones.
La emoción que pueda transmitir un vino se debe casi exclusivamente a su aspecto inmaterial, creativo, y muy poco a los materiales que sustentan esa creación.
Desde esa perspectiva, un vino puede tener de material lo mismo que el Ricardo III de Shakespeare o la 9ª Sinfonía de Mahler. Por supuesto, los apoyos materiales de las creaciones comportan una exigencia, cada vez mayor a medida que los seres humanos avanzamos en nuestro grado de civilización, de respeto a la naturaleza y de sostenibilidad en parte o en todo el proceso de obtención de tales materiales. Y esa exigencia ha venido para quedarse. Consumidores y usuarios nos preguntamos con frecuencia por la bondad del procedimiento en obtener los materiales que forman un violín, la toxicidad de la tinta de las plumas o las impresoras, el origen incierto de los pelos de los pinceles de los pintores y por el destino de los residuos escultóricos. El soporte material del vino también capta igual atención.
«El respeto a la naturaleza y el desarrollo científico son dos condicionantes paralelos en la exigencia enológica, al servicio de la creación.»
La complejidad del proceso enológico, lleno de equilibrios físicos y químicos, requiere que el enólogo utilice en la mayor medida posible la ciencia y el conocimiento que en cada momento de la historia ha tenido a su disposición. Y puesto que el conocimiento humano avanza inexorablemente, el respeto a la naturaleza y el desarrollo científico son dos condicionantes paralelos en la exigencia enológica, al servicio de la creación.
Sin embargo, siendo esta una posición mayoritaria entre los enólogos, en las últimas décadas se va “desprendiendo” un grupo de defensores a ultranza de la pureza, respeto y sostenibilidad del soporte material de esa obra de arte que es un vino. Focalizan el procedimiento de obtención y la exigencia de respeto a la naturaleza hasta el punto que uno de sus paradigmas es minimizar la intervención humana en el proceso. Y eso conlleva que la personalidad del vino, su carácter sensorial resultante no lo imprima el enólogo, sino el paisaje. Esta enología paisajista legítima, lo fía todo a la evolución azarosa del proceso, de forma que el lienzo pasa a ser la obra de arte, y su contenido y expresión fruto de un conjunto de circunstancias en las que el ser humano en poco o en nada interviene.
«Surge un sentimiento creciente a favor de que el vino sea cada vez más el reflejo del genio del enólogo.»
Paralelamente, surge un sentimiento creciente a favor de que el vino sea cada vez más el reflejo del genio del enólogo, y el perfil sensorial que contiene sea capaz de golpear emocionalmente a quien se acerque a experimentarlo. Esta enología inspirada, igualmente legítima, requiere continuas aportaciones científicas y humanistas convirtiendo al enólogo en un creador vertiginoso a la vez que prudente calculador. Que muestra su inapelable respecto por la naturaleza proveedora de la materia prima para su creación, pero cuyo objetivo es transmitir su personal visión de la realidad a través de las emociones inducidas por su obra.
Es cierto que con frecuencia el vino que surge de la enología paisajista puede saber a naturaleza, a aire puro, y a la vez resulte difícil tolerar la inestable rudeza de unas notas sensoriales sin impronta humana. Y es que la emoción que desencadena en nosotros una creación humana supera ampliamente la que nos puede producir la contemplación de la naturaleza.
Hagamos un entrañable y breve análisis de los orígenes del vino que se abre en la copa: la viña (Vitis vinifera), lejos de integrarse y respetar el paisaje, se convierte en una especie invasora gracias a su monocultivo, en no pocas ocasiones estricto y excluyente. Por kilómetros y kilómetros de paisaje. Además, la viña no nace espontáneamente allí donde prospera por obra de la voluntad humana y casi todo el material vegetal plantado procede de otros nichos biológicos, con otros equilibrios ecológicos, extraños al nuevo lugar de destino. Una vez plantadas (o antes de hacerlo), debemos alterar las vides y preservar su pervivencia mediante injertos, ya que hay parásitos (naturales) que la diezman. Una vez afianzada, no vamos a permitir su desarrollo en (una cierta) libertad (la que se exige, por ejemplo, para las gallinas ponedoras) en cuyo caso treparía por los árboles de su entorno hasta lo alto de la copa, donde recibir el regalo del sol. Al contrario, se las poda de forma estricta y se las obliga a mantenerse sobre entramados de alambre en los que adoptan posturas que nadie dudaría en calificar de “antinaturales”. Es precisamente a partir de ese punto que el elaborador de vinos paisajista, hasta ahora omnipresente, siente despertar sus afanes ambientalistas y decide minimizar su intervención y la de los instrumentos tecnológicos y moleculares en la elaboración. Y no por ello se ausenta del escenario, ya que sigue pisando el paisaje y trasladando (contaminando) microorganismos de un escenario a otro en su vestimenta y aperos. Y así podría seguir el análisis, hasta la copa (¿natural?) del consumidor.
Las lágrimas de Gaia por la naturaleza primigenia se derraman igual sobre las mejillas de los viñedos cultivados por convencidos paisajistas elaboradores de vinos “naturales” como de los gestionados por enólogos creadores de vinos “culturales”. Porque el vino es cultura humana, tanto más cerca del conocimiento como alejado de la naturaleza. Tal vez el vino siempre ha sido el paradigma de esa capacidad de transformar el paisaje, alterar el ciclo de la naturaleza y dar forma al entorno hasta convertirlo en expresión de sus emociones, en lenguaje de sus sentimientos. Tal vez nuestro futuro, y el del paisaje, como el del vino, es seguir siendo cada vez más humanos, entre lágrimas de Gaia.