Según numerosos expertos, el vino se ha ido convirtiendo en una bebida hiperculturalizada, lo que implica, entre muchas otras consecuencias, que ha ido perdiendo en gran medida su contexto natural, por lo que se consume con una finalidad y mediante unos rituales totalmente sociales.
Cuándo se inició esta «autonomización» de sus raíces naturales y abrazó las culturales está en debate, pero de momento la fecha no hace más que retroceder a medida que las investigaciones avanzan. De hecho, uno de los enigmas actuales que tiene planteados la arqueología, las ruinas de Göbekly Tepe, apuntan a conclusiones sorprendentes al respecto (véase la noticia «El origen de las bebidas fermentadas» en este mismo número).
Acotándonos a la actualidad, si la tendencia es beber vino por un deseo cultural, hay que plantearse sobre
qué bases se puede verificar esta afirmación, a la vista de que la cultura dominante, en cualquiera de sus múltiples facetas, es una cultura visual.
El vino como bebida tiene una visualización que trasciende poco de la modesta escala cromática que el líquido pueda presentar. No sería, desde esa perspectiva, un producto que sintonizase fuertemente con los consumidores actuales. De nuevo, los expertos nos alertan que, al igual que en la mayoría de productos de consumo, la visualización del vino se produce a través de su envase. Y el envase sí ha sido un elemento que ha sufrido importantes transformaciones a lo largo del tiempo, en especial durante las últimas décadas. Pueden consultarse algunos datos sobre el diseño de los envases en el artículo de este mismo dossier.
Más allá de los matices estéticos al servicio del márketing, evidentes, debe de existir en los recipientes del vino un trasfondo cultural que haya contribuido, probablemente de forma decisiva, a culminar el proceso de hiperculturalización. La parte cultural que corresponde al envase, sin embargo, no solo abarca al contenedor, los materiales de los que está formado, su forma y aspecto. También incluye el sistema de cierre y, consecuentemente, el acceso al contenido, que invariablemente se realiza a través de gesticulaciones concisas que manipulan el cierre y que acaban integrándose en el rito del consumo.
Respecto del envase-objeto, familiarizarse con determinados envases y asociarlos a un contenido concreto (en este caso, vino) requiere un proceso «educativo» que debe encajar y armonizar con el paisaje cultural que configura el conjunto de experiencias similares (con productos y envases) de una determinada sociedad o generación. No es sostenible para los consumidores asimilar periódicamente distintas formas, tamaños, medidas y texturas de envase sin que se resientan sus referencias a la cultura dominante, que evolucione de forma global y no solo en los envases, por ejemplo.
Mucho más complejos son los aspectos rituales de la manipulación que requieren, más que una educación, un entrenamiento adquirido, en la mayoría de los casos, por imitación. De ahí la resistencia a cambiar hábitos respecto de los envases, en especial implican una gesticulación distinta a la ya aprendida, y la mejor disposición de los consumidores a adquirir nuevos hábitos (con nuevos envases), en especial si en el aprendizaje media algún tipo de recompensa. Las gesticulaciones tienden a ser factores más dinámicos en la cultura.
Aplicado al vino queda, por tanto, suficientemente justificada la inercia que se ha producido respecto del envase de vidrio de un tamaño determinado, con un cierre de corcho y su correspondiente manipulación que, a pesar de una cierta complejidad, se ha transmitido por generaciones con intensidad y fidelidad, integrando un aspecto puntual pero profundo, de nuestra cultura.
«Es difícil encontrar un producto, una bebida, que envase en vidrio todas las gamas del producto.»
La evolución y diversificación cultural que ha experimentado la que denominamos sociedad occidental ha creado tensiones crecientes en la percepción del envase de vino, tensiones que se han intensificado las últimas décadas.
La botella de vidrio como envase de consumo ha ido quedando relegada a unos pocos productos líquidos, que lo conservan para sus gamas de mayor valor, pero es difícil encontrar un producto, una bebida, que envase en vidrio todas las gamas del producto.
Respecto del cierre, con escasas excepciones, ya solo el vino se descorcha, por lo que disponer de los instrumentos y el conocimiento cultural no está al alcance de quienes no practican tan exclusiva cultura. Actualmente la mayoría de bebidas se envasan en latas, con un sistema de apertura con anilla que es de conocimiento universal y no requiere apoyo de instrumentos.
Cultura de botella
Se da por hecho que el vino se envasa en contenedores transparentes de vidrio de una determinada capacidad (0,75 L), y que el acceso está mediado por un tapón de corcho que hay que retirar con un artilugio cuyo mecanismo requiere ciertas habilidades. Minusvalorar el esfuerzo social que ha representado por generaciones promover y consolidar estas aparentemente simples convenciones es la actitud perfecta para hacer zozobrar la próxima innovación en el envasado del vino.
En este envase que podríamos calificar de «tradicional», el vino es visualmente accesible, pero acceder materialmente a él requiere una complicada gesticulación ritual, que debe adquirirse y que añadida a la comprobación de la calidad del contenido forma parte del placer de degustar un vino, pero que para un profano carece de significado y que, como todo profano, siente rechazo hacia ese rito que le excluye.
«El binomio botella/corcho atrae, contra pronóstico, a consumidores jóvenes que han hecho de la sofisticación y la tendencia a la moderación, bases de su subcultura.»
Botella y corcho forman un binomio que resulta cómodo para el consumidor regular, que exigirá en su compra, y con el que se siente reforzado por el ejercicio de su cultura, convirtiendo el sencillo acto de beber vino en un acto de distinción, con matices de sofisticación. Este enfoque es el que está atrayendo además, y contra pronóstico, a algunos estratos de los consumidores jóvenes, que han hecho de la sofisticación y la tendencia a la moderación, bases de su subcultura.
Larga vida le atribuyen los expertos de la distribución a la cultura de la botella, pero reconocen que ya hay un grueso de consumidores que jamás confraternizarán con un sacacorchos en la mano, lo que les aleja irremediablemente de esa cultura del vino. Las opciones que pueden recuperarlos como bebedores de vino, y que mayor atención están mereciendo son las siguientes.
Latas de prosaica cultura
Puede que todo el mundo haya manipulado una lata de bebida, y haya accedido con éxito a su contenido. Incluso puede que la mayoría de los seres humanos sepan abrirla con destreza.
Envasar el vino en latas de aluminio de distintas capacidades no es una novedad (lleva más de diez años
en el mercado), y el número de consumidores que se acercan al vino enlatado sigue incrementándose, aunque lentamente según los expertos. De hecho, los estudios de mercado apuntan que la irregular aceptación del producto está muy relacionada con la capacidad de mimetismo que el envase consiga con las bebidas enlatadas de mayor consumo, como las energéticas. En cualquier caso, la informalidad que se relaciona con el consumo de bebidas en lata proporciona a esta modalidad de envase la calificación de afinidad más baja entre todos los tipos de envases del vino. Se sitúa al otro extremo de la sofisticación. Pero puede satisfacer a un público potencial, no solamente joven, que no desea complementar su cultura ni adquirir más rituales que los imprescindibles. El vino en lata, en contraposición al vino embotellado, abarca una gran variedad de consumidores, que tal vez no tengan más en común que saber abrir una lata.
Donde el envase pierde su nombre
El consumo individual es otro de los campos de batalla del envasado en general y que tiene su expresión en el caso del vino en los envases individuales con forma de copa, de material plástico (PET) transparente de alta calidad y recubierto interior y exteriormente con films protectores. La innovación que supone presentar el vino en «porciones individuales» ha sido reconocida y premiada con una buena acogida por parte de los consumidores.
«La cultura dominante caracterizada por un ferviente individualismo, incluso en el espacio compartido, requería para el envasado del vino una propuesta realmente imaginativa.»
La cultura dominante caracterizada por un ferviente individualismo, incluso en el espacio compartido, requería para el envasado del vino una propuesta realmente imaginativa. Numerosos datos, empresas y expertos vaticinan que este envase tendrá un protagonismo significativo en la futura cultura del vino.
Parece vidrio pero no lo es. Mantiene una transparencia que confiere proximidad al contenido y la versatilidad del plástico (virtualmente irrompible) a la hora de adaptar formas proporciona al conjunto un aspecto de calidad y sofisticación que está proporcionando a esta modalidad de envase las mayores tasas de conversión entre los consumidores, especialmente entre las mujeres jóvenes. El cierre suele consistir en una lámina termosellada y una tapa roscada de igual material al de la copa, que la protege. Afrontamos una opción que comporta un gesto no tan simple y «primario» como la lata, pero que combina dos dinámicas que compartidas con envases con cierre roscado y termosellados, muy comunes en productos lácticos y refrigerados.
La cultura de lo brutalmente natural
En la misma línea de renovación de la imagen del envase y agregando un significado específico y liberador a la carencia del mismo, surge en las nuevas generaciones de consumidores la fascinación por lo que alguien ha denominado lo «brutalmente natural». Esta corriente explica la afición por consumir leche cruda, agua bruta (raw water, tal como brota del manantial) y ahora el «vino de grifo» (wine on tap), en un intento de desposeerlo de cuanto de artificioso y desnaturalizador se atribuye al proceso de envasado. La ausencia de envase es la promesa de autenticidad, de intensidad, incluso de riesgo (que en el vino de grifo es pura metáfora).
Escanciar vino directamente de un grifo podría traernos a la memoria (de según qué generación) la entrañable y en ocasiones mugrienta imagen de las tabernas en las que se vendía con toda despreocupación vino al pormenor, una imagen que haría retroceder horrorizado a cualquiera de los pulidos millennials. Pero en esta nueva apuesta, todo está controlado. Los establecimientos en los que se ofrece «vino de grifo» huyen de cualquier vulgaridad y adoptan diversos referentes culturales en su decoración, que van desde las cervecerías vintage a la estética hípster.
Los mejores locales del mundo anglosajón (de ambas orillas del Atlántico) han incorporado el servicio de vino de grifo ofreciendo vinos de buena calidad, incluso de alta calidad, con la promesa de que los recipientes que lo contienen mantienen el vino «fresco», alejado del contacto del aire y lo preservan de cualquier deterioro. «Vino de manantial», en definitiva. La demanda, según confirman los distribuidores, como la famosa cadena Vinoteca de Londres (que también ofrece la opción de vino en lata), no para de crecer y ya se sitúa al mismo nivel que el vino embotellado.
Existe también la opción del consumo en casa. En esta opción, la «fuente» de la que «mana» el vino
puede adquirir un aspecto tan sofisticado como el de las cafeteras de cápsulas, un referente cultural de consumo que no debe menospreciarse en absoluto, y no solo para el vino.
Las promesas que los envases lanzan al consumidor son muchas y variadas. Algunas de ellas triunfarán y contribuirán a construir con éxito la próxima cultura del vino, que ya no será ni uniforme ni cristalina.
Nota
Los datos e informaciones de este artículo provienen principalmente de Wine Inteligence Reports, encuestas Vinitrac©, informes del Observatorio Español del Mercado del Vino (OEMV) y análisis expertos de FlowWine.