Bernard Dujon es director del Departamento de Estructura y Dinámica de Genomas del Instituto Pasteur de París y miembro de la Academia Francesa de Ciencias. Ha dedicado la mayor parte de su carrera investigadora al estudio de las levaduras. A principios de los años setenta del siglo pasado publicó diversos artículos describiendo aspectos de la genética mitocondrial relacionados con particularidades fenotípicas y metabólicas de S. cerevisiae y estableciendo un modelo que le permitió describir las reglas de la herencia mitocondrial. Este especialista nos comenta la importancia de las levaduras para la industria alimentaria y para los procesos de producción de productos de consumo. En las siguientes líneas se encuentran resumidos algunos retazos de una conversación que mantuvimos con el profesor Dujon.
Las levaduras son importantes para la ciencia desde hace 200 años (recordemos por ejemplo, a Louis Pasteur, considerado padre de la enología moderna, y que realizó grandes descubrimientos acerca de las fermentaciones). La importancia tecnológica de estos microorganismos es evidente: llevan a cabo reacciones de importancia crucial para la elaboración de productos como el vino o la cerveza. Sin embargo, con el desarrollo de la genética, la biología molecular y el estudio de los genomas, las levaduras se han convertido en herramientas de experimentación en laboratorio. Ejemplo de ello es que la levadura Saccharomyces cerevisiae que se utiliza para la elaboración del pan, la cerveza y el vino ha sido el primer organismo eucariota completamente secuenciado, en un proyecto llevado a cabo por un programa internacional europeo en el que colaboraron varias decenas de laboratorios (entre ellos algunos españoles). Las industrias que utilizan esta levadura para la alimentación o para la producción de medicamentos o de vacunas estaban interesadas en obtener los resultados de esta secuencia para intentar mejorar sus procedimientos de producción.
Al hablar de Saccharomyces, es inevitable pensar en la gran utilidad práctica de la levadura en la vida del hombre, desde tiempos antiguos. Fue tal vez un descubrimiento casual de nuestros predecesores y que actualmente agradecemos profundamente. Alguna vez me han preguntado si, de no existir esta levadura, hubiéramos tenido que «inventarla». La realidad de la alimentación que conocemos actualmente, fermentada, es una realidad histórica, basada en el tipo de agricultura que implementaron nuestros antepasados mesopotámicos. Pero en muchas partes del mundo los seres humanos controlan fermentaciones de productos sólidos o líquidos, y las especies de levaduras implicadas no son siempre las mismas. El sake japonés o las bebidas fermentadas africanas no se elaboran con el mismo tipo de levadura que las occidentales, por lo que diferentes culturas se han servido de distintas fermentaciones, llevadas a cabo con levaduras distintas. Tal vez, si la cultura occidental no hubiera heredado el uso de esta levadura mesopotámica, probablemente habría recurrido a otra. Por ejemplo, Schizosaccharomyces pombe, que se utiliza en África para procesos similares. Los sabores obtenidos no son siempre los mismos, las propiedades del producto tampoco, y todo ello forma parte de la historia de los humanos, de un tipo de agricultura con raíces claramente históricas.
Y ahora que ya conocemos estos organismos con profundidad, manipularlos parece un paso inevitable en nuestra cultura actual. Gustos, texturas, aromas del pan, la cerveza, el vino… Las posibilidades que abre la ingeniería genética en levaduras con fines industriales son muy numerosas. Sin embargo, existen grandes trabas con las que se encuentra la comercialización y aplicación industrial de las levaduras transgénicas. Actualmente, el público no está preparado para aceptar este tipo de levaduras en la elaboración de bebidas como la cerveza o el vino –a pesar de los innegables beneficios organolépticos que aportarían–, por lo que su uso se limita al ámbito del laboratorio. De momento, los trabajos de manipulación genética de las levaduras nos permiten tan sólo obtener conclusiones lógicas, científicas, que luego pueden ser transmitidas intelectualmente a las propiedades y éstas sí se pueden utilizar para elaborar alimentos. Por tanto, los datos precisos que podemos obtener en los laboratorios acerca de la expresión de sus genes, funcionalidad e interacciones y de los productos metabólicos que fabrican son conocimientos científicos que luego trasladamos al plano de las levaduras de utilización directa. Ahora bien, si la percepción del público cambiase, podría llegar el caso que se utilizara en el proceso de elaboración de un alimento una levadura manipulada de manera precisa, para optimizar algún aspecto de su metabolismo, para obtener un producto de mejor sabor o para incrementar su productividad en la fermentación. No obstante, para ello se precisa que el público acepte que parte del DNA de la levadura está manipulado genéticamente. Toda la cuestión radica en aceptar o no la idea de la manipulación del DNA.
En defensa de las manipulaciones que llevamos a cabo en nuestro laboratorio, es preciso insistir en que no consisten en introducir genes ajenos a la levadura, sino en cambiar la regulación y la dotación de sus propios genes. Eliminamos los que nos molestan o duplicamos aquellos que nos resultan útiles, pero no introducimos genes extraños en la levadura. Cambiamos sus propiedades metabólicas jugando con su genética natural. En resumen, si existiese una opinión pública a favor se podrían desarrollar aplicaciones comerciales derivadas de levaduras optimizadas. Hay que tener en cuenta, además, que algunas de estas aplicaciones pertenecen a los ámbitos farmacológico, industrial y biotecnológico, pero no al de la alimentación, en el que todavía no admite este tipo de aplicaciones. No sé cuánto tiempo se necesitará para que se acepte esta idea, aunque la experiencia nos dice que todo lo que se hace a través de la vía tradicional, desde hace diez mil años, es aceptado por el público, por tradición o costumbre, a pesar de que no se sepa exactamente en qué consisten los cambios que sufren los organismos manipulados. Sin embargo, lo que hacemos en el laboratorio sí lo sabemos exactamente, pero no es aceptado por el público. Podemos encontrar ejemplos de ello. El trigo no existe en la naturaleza, jamás ha existido; fue fabricado por nuestros antepasados mesopotámicos gracias a una genética intuitiva, mediante cruzamientos. El maíz de los indios americanos no existía en la forma actual en el pasado; han ido seleccionando, de nuevo con una genética intuitiva, los granos más grandes, a partir de plantas más pequeñas. Estas plantas que habitualmente vemos en el campo de la alimentación y consideramos como naturales, no lo son en la naturaleza. Sin embargo, dado que fueron heredadas y, evidentemente han sido probadas y encontradas seguras (la experiencia de miles de años nos demuestra que nadie enferma por su consumo), la aceptación es irrefutable. Para que las levaduras manipuladas sean aceptadas de la misma manera hará falta demostrar totalmente la inocuidad de estos procesos.
En realidad, aunque estas manipulaciones no tengan consecuencias negativas, no basta con decirlo, hace falta demostrarlo de manera totalmente creíble para la población. Estamos entrando en una etapa en la que la experiencia no es suficiente, a menos que sea una experiencia natural. Esto significa que si la legislación de un país acepta el uso de levaduras manipuladas y si, al cabo de algunos años, la población constata que todavía tiene un buen estado de salud, o que incluso están mejor que antes, la demostración habrá sido realizada, pero se necesitarán varios años antes de llegar a esta evidencia.